jueves, 20 de septiembre de 2012

El hombre que plantaba árboles 3

Jean Giono fotografiado por Jean Dieuzaide

Jean Giono
El hombre que plantaba árboles (3)

(viene de la segunda parte)

La creación tenía el aspecto, además, de actuar en cadena. A él eso no le preocupaba; proseguía obstinadamente su tarea, muy simple. Pero al descender por el pueblo, vi correr agua por arroyos que, en la memoria humana, habían estado siempre secos. Era la más extraordinaria reacción en cadena que había tenido oportunidad de observar. Antaño esos arroyos secos habían llevado agua, en tiempos muy antiguos. Algunos de esos tristes poblados de que hablé al comienzo de mi relato se construyeron sobre los emplazamientos de antiguas ciudadelas galorromanas, de las que aún quedaban trazas, donde los arqueólogos habían excavado y hallado anzuelos de pesca en lugares donde en el siglo veinte era necesario recurrir a cisternas para tener un poco de agua. 
El viento también dispersaba algunas semillas. Al mismo tiempo que reapareció el agua, reaparecieron los sauces, las mimbreras, los prados, los jardines, las flores y cierta razón de vivir. 
Pero la transformación se desarrollaba de forma tan paulatina que entraba en lo habitual sin provocar asombro. Los cazadores que subían a la soledad de los montes en persecución de liebres o de jabalíes habían constatado claramente el aumento de pequeños árboles pero lo atribuían a los caprichos naturales de la tierra. Ésta era la razón por la que nadie había tocado la obra de ese hombre, si lo hubieran sospechado habrían desbaratado su labor. Pero nadie sospechaba. ¿Quién habría podido imaginar en los pueblos y en las administraciones tamaña obstinación en una generosidad tan magnífica? 
A partir de 1920, no ha pasado más de un año sin que vaya a visitar a Eleazar Bouffier. Jamás le vi flaquear ni dudar, aunque sólo Dios sabe si en ello hubo intervención suprema. No he hecho la cuenta de sus desengaños. Es fácil de imaginar que para semejante éxito fue necesario vencer la adversidad; que, para asegurar la victoria de tal pasión hubo que luchar contra la desesperación. Durante un año había plantado más de diez mil arces. Murieron todos. Al año siguiente de este suceso, dejó los arces para volver a plantar hayas, que prosperan aún mejor que los robles. 
Para tener una idea más precisa de ese carácter, no hace falta olvidar que actuaba en una total soledad; sí total hasta el punto que, hacía el final de su vida, había perdido la costumbre de hablar. ¿O puede que ya no viera la necesidad?. 
En 1933 recibió la visita de un guardabosques atónito. Este funcionario le conminó a no hacer fuego en el exterior, por miedo a poner en peligro ese bosque natural. Era la primera vez que veía crecer un bosque por sí solo, le dijo el ingenuo. Por aquella época iba a plantar hayas a doce kilómetros de su casa. Para evitarse el trayecto de ida y vuelta —pues ya tenía setenta y cinco años—, estaba contemplando construir una cabaña de piedra en el mismo lugar de plantación. Lo que hizo al año siguiente. 
En 1935, una autentica delegación administrativa vino a examinar «el bosque natural». Había un personaje importante del Departamento de Aguas y Bosques, un diputado, técnicos. Se pronunciaron muchas palabras inútiles. Se decidió hacer algo y, afortunadamente, no se hizo nada, salvo lo único útil: poner el bosque bajo la salvaguarda del Estado y prohibir que se fuera allí a hacer carbón vegetal. Era imposible no caer subyugado por la belleza de aquellos jóvenes árboles llenos de salud. Y esa belleza ejerció su poder de seducción incluso sobre el mismísimo diputado. 
Yo tenía un amigo entre los jefes forestales que estaba en la delegación. Le explique el misterio. Un día de la semana siguiente, fuimos ambos en búsqueda de Eleazar Bouffier. Lo encontramos en pleno trabajo, a veinte kilómetros del sitio donde había tenido lugar la inspección. 
Ese jefe forestal no era amigo mió sin motivo. Conocía el valor de la cosas. Supo mantenerse en silencio. Ofrecí algunos huevos que había traído como regalo. Compartimos el almuerzo entre los tres y pasaron algunas horas en la contemplación muda del paisaje. 
La ladera de donde veníamos estaba cubierta por árboles de seis a siete metros de altura. Me acordaba del aspecto del lugar en 1913: el desierto... El trabajo apacible y regular, el aire vivo de las alturas, la frugalidad y sobretodo la serenidad de su alma le habían dado a este anciano una salud casi solemne. Era un atleta de Dios. Me preguntaba cuántas hectáreas más iba aún a cubrir de árboles. 
Antes de partir, mi amigo hizo simplemente una breve sugerencia relativa a algunas especies de árboles que parecían convenir a ese terreno. No insistió más. «Por una buena razón, me comentó después, este buen hombre sabe de esto más que yo». Al cabo de una hora más de camino —la idea había seguido su curso dentro de él— añadió: «Sabe de esto mucho más que todo el mundo. ¡Ha encontrado un medio magnífico para ser feliz!». 
Gracias a este jefe forestal se protegieron no sólo el bosque, sino también la felicidad de este hombre. Hizo nombrar a tres guardabosques para la protección y los aterrorizó hasta tal punto que quedaron insensibles a todas las jarras de vino que los leñadores pudieran ofrecerles. 
(Continuará en la cuarta y última parte)

Traducción del francés de Francisco Figueroa / Fundación As Salgueiras 

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